Al pasar de los años me he topado con personas a las que no me puedo negar pertenecerles; quizás por sus sonrisas y distintas filosofías de vida, o tal vez sus miradas. Estas personas han estado presentes en momentos fundamentales de vida y donde quiera que escucho sus nombres me hacen recordar las risas, aquellos besos lentos, la imagen ideal, el sueño inalcanzable, la oscuridad del mar, la fría mañana de primavera. Podría mencionar no cien, pero sí diez personas que tuve la dicha de haber conocido y que son capaces de hacer reconsiderar cualquier firme decisión.
Me alegra verlos en persona. Intento de alguna forma darles algo para que me recuerden, pero cuando les tengo de frente me es imposible sostenerles la mirada. Busco cauteloso no abandonarme a ideas locas —pero ¿qué es una idea sino una locura alegre?—, encuentro sus voces como un rumor convincente al cual no puedo negarme, y me seducen sus peticiones a grado tal que mi conocimiento queda reducido a «una absurda forma de ver las cosas».
Con esas personas no hay necesidad de hablar, podría pasar el día entero disfrutando de su presencia sin decir palabra alguna, y el silencio no sería incomodo, pero me entristece saber que son instantes pequeños los que disfruto a su lado.
Es posible que en general este tipo de convivencia no sea lo esperado, pero yo no tengo inconveniente alguno en quedarme callado.
Si estás leyendo esto, quiero que sepas que todos los días pienso en ti, aunque haya abandonado mi deseo de fundirme en tu piel. Desde que te vi, no he podido agotar estas ganas de abrazarte.